Columna | 06 de mayo de 2025
Mientras las autoridades estatales insisten en discursos de estabilidad y tranquilidad, los datos duros cuentan otra historia. Según la más reciente Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del INEGI, la percepción de inseguridad en la capital potosina aumentó nuevamente, alcanzando un preocupante 72.4% en marzo de 2025.
Apenas en diciembre de 2024, esta cifra era de 71.9%, lo que representa un incremento del 0.5%. Si el parámetro de comparación se amplía a un año atrás, el crecimiento es aún más alarmante: del 65.7% registrado en marzo de 2024, se pasó a un 6.7% más en solo doce meses.
El entorno cotidiano de los potosinos parece haberse tornado más hostil, no solo por el miedo a la delincuencia, sino también por el deterioro del tejido social. La encuesta revela que el porcentaje de personas adultas que ha vivido conflictos personales (ya sea con vecinos, compañeros de trabajo, autoridades o incluso familiares), aumentó significativamente, pasando de 18.3% a 22.6% entre el último trimestre de 2024 y el primero de 2025. Esto representa un alza del 4.3% en la confrontación directa entre ciudadanos.
Este aumento en la percepción de inseguridad no es menor ni meramente psicológico; es reflejo de una falla sistémica. La desconfianza crece porque no hay respuestas eficaces, porque las calles se sienten menos seguras, porque los conflictos vecinales se resuelven a gritos en lugar de leyes. Y mientras tanto, la ciudadanía vive con la incertidumbre a cuestas, temiendo no solo a los criminales, sino también a la indiferencia institucional.
Los datos son claros y las alertas están encendidas. Sin embargo, la reacción oficial parece ser mínima, burocrática, cuando no completamente ausente. San Luis Potosí enfrenta no solo un problema de inseguridad, sino uno aún más grave: la normalización del miedo. Y eso, en una ciudad donde la esperanza parece desvanecerse con cada nuevo informe, debería preocuparnos a todos.